Biografia

Por sanfranciscoxavier

El Papa Pío X nombró a San Francisco Javier como Patrono de todos los misioneros porque fue sin duda uno de los misioneros más grandes que han existido. Ha sido llamado: “El gigante de la historia de las misiones”. La oración del día de su fiesta dice así: “Señor, tú has querido que varias naciones llegaran al conocimiento de la verdadera religión por medio de la predicación de San Francisco Javier…”. Esto es un gran elogio.

Empezó a ser misionero a los 35 años y murió de sólo 46. En once años recorrió la India (país inmenso), el Japón y varios países más. Su deseo de ir a Japón era tan grande que exclamaba: “si no consigo barco, iré nadando”. Fue un verdadero héroe misional.

Francisco nació cerca de Pamplona (España) en el castillo de Javier, en el año 1506. Era de familia que había sido rica, pero que a causa de las guerras había venido a menos. Desde muy joven tenía grandes deseos de sobresalir y de triunfar en la vida, y era despierto y de excelentes cualidades para los estudios. Dios lo hará sobresalir pero en santidad.

Fue enviado a estudiar a la Universidad de París, y allá se encontró con San Ignacio de Loyola. Ambos se hicieron muy amigos. San Ignacio empezó a repetirle la famosa frase de Jesucristo: “¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si se pierde a sí mismo?” Este pensamiento lo fue liberando de sus ambiciones mundanas y de sus deseos de orgullo y vanidad, y lo fue encaminando hacia la vida espiritual. Aquí se cumplió a la letra la frase del Libro del Eclesiástico: “Encontrar un buen amigo es como encontrar un gran tesoro”. La amistad con San Ignacio transformó por completo a Javier.

Francisco fue uno de los siete primeros religiosos con los cuales San Ignacio fundó la Compañía de Jesús o Comunidad de Padres Jesuitas. Ordenado sacerdote colaboró con San Ignacio y sus compañeros en enseñar catecismo y predicar en Roma y otras ciudades.

El Papa pidió a San Ignacio que enviara algunos jesuitas a misionar en la India. Fueron destinados otros dos, pero la enfermedad les impidió marchar. Fue así como San Ignacio le pidió a Javier que se embarcara para tan remotas tierras. Él obedeció inmediatamente y emprendió el larguísimo viaje por el mar. En el barco aprovechó esas interminables semanas, para catequizar lo más posible a los marineros y viajeros. Con San Javier empezaron las misiones de los jesuitas.

Son impresionantes las distancias que Francisco Javier recorrió en la India, Indostán, Japón y otras naciones. A pie, solamente con el libro de oraciones, como único equipaje, enseñando, atendiendo enfermos, obrando curaciones admirables, bautizando gentes por centenares y millares, aprendiendo idiomas extraños, parecía no sentir cansancio. Por las noches, después de pasar todo el día evangelizando y atendiendo a cuanta persona le pedía su ayuda, llegaba junto al altar y de rodillas encomendaba a Dios la salvación de esas almas que le había encomendado. Si el sueño lo rendía, se acostaba un rato en el suelo junto al sagrario, y después de dormir unas horas, seguía su oración. De vez en cuando exclamaba: “Basta Señor: si me mandas tantos consuelos me vas a hacer morir de amor”. Con razón su palabra tenía efectos fulminantes para convertir. Era que llegaba precedida de muchas oraciones y acompañada de costosos sacrificios. Algunas noches no era capaz de levantar su mano derecha. Tan cansada estaba de tanto bautizar a los que se habían convertido con sus predicaciones.

La gente lo consideraba un verdadero santo y le llevaban sus enfermos para que los bendijera. Cuando se conseguían curaciones milagrosas, él consideraba que esto se debía a otras causas y no a su santidad, o a su poder de intercesión,

Desde 1510 Goa era una ciudad portuguesa en la India. Y allá puso su centro de evangelización nuestro santo (en esa ciudad se conservan ahora sus restos). A los portugueses se les había olvidado que eran cristianos y lo único que les interesaba era enriquecerse y divertirse. Así que tuvo el misionero que dedicarse con todas sus fuerzas y su gran ascendiente a volver fervorosos otra vez a aquellos comerciantes sin conciencia y sin escrúpulos (él decía en una de sus cartas: “estoy aterrado de la variedad tan monstruosa de acciones que tienen estos hombres para poder robar”).

Empezó a ganarse la buena voluntad de las gentes con su gran amabilidad (a uno de sus compañeros le escribía: “hágase amar y así logrará influir en ellos. Si emplea la amabilidad y el buen trato verá que consigue efectos admirables”). Estableció clases de catecismo para niños y adultos. Popularizó la costumbre de confesarse y comulgar. Enseñaba la religión por medio de hermosos cantos que los fieles repetían con verdadero gusto.

Por 13 veces consecutivas hizo larguísimos viajes por la nación enseñando la religión cristiana a esos paganos que nunca habían oído hablar de ella. Los de las clases altas (los brahamanes) no le hicieron caso, pero los de las clases populares se convertían por montones. En cada región dejaba catequistas para que siguieran instruyendo a la gente, y de vez en cuando les enviaba a algún jesuita para enfervorizarlos. Esas gentes nunca habían oído hablar de Jesucristo ni de sus maravillosas enseñanzas.

Francisco se esmeraba por asemejarse lo más posible a la vida pobre de las gentes que le escuchaban. Comía como ellos, simplemente arroz. En vez de bebidas finas sólo tomaba agua. Dormía en una pobre choza, en el suelo. Se ganaba la simpatía de los niños y a ellos les enseñaba las historias  de la Biblia, recomendándoles que cada uno las contara en su propia casa, y así el mensaje llegaba a muchos sitios.

Visitó muchas islas y en cada una de ellas enseñó la religión cristiana. Sus viajes eran penosos y sumamente duros, pero escribía: “En medio de todas estas penalidades e incomodidades, siento una alegría tan grande y un gozo tan intenso que los consuelos recibidos no me dejan sentir el efecto de las duras condiciones materiales y de la guerra que me hacen los enemigos de la religión”. Podría repetir la frase de San Pablo: “Sobreabundo en gozo en medio de mis tribulaciones”.

Dispuso irse a misionar al Japón pero resultó que allá lo despreciaban porque vestía muy pobremente (y en cambio en la India lo veneraban por vestir como los pobres del pueblo). Entonces se dio cuenta de que en Japón era necesario vestir con cierta elegancia. Se vistió de embajador (y en realidad el rey de Portugal le había conferido el título de embajador) y así con toda la pompa y elegancia, acompañado de un buen grupo de servidores muy elegantes y con hermosos regalos se presentó ante el primer mandatario. Al verlo así, lo recibieron muy bien y le dieron permiso para evangelizar. Logró convertir bastantes japoneses, y se quedó maravillado de la buena voluntad de esas gentes.

Su gran anhelo era poder misionar y convertir a la gran nación china. Pero allá estaba prohibida la entrada a los blancos de Europa. Al fin consiguió que el capitán de un barco lo llevara a la isla desierta de San Cian, a 100 kilómetros de Hong – Kong, pero allí lo dejaron abandonado, y se enfermó y consumido por la fiebre, en un rancho tan maltrecho, que el viento entraba por todas partes, murió el tres de diciembre de 1552, pronunciando el nombre de Jesús. Tenía sólo 46 años. A su entierro solo asistieron un catequista que lo asistía, un portugués y “dos negros”.

Cuando más tarde quisieron llevar sus restos a Goa, encontraron su cuerpo incorrupto (y así se conserva). Francisco Javier fue declarado santo por Gregorio XV en 1622 (junto con Santa Teresa, San Ignacio, San Felipe y San Isidro).

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